Para los no actualizados en la obra de Manuel Reguera Saumell que recordamos sus dramas íntimos localizados en los centrales azucareros de Camagüey, con sus arecas, patios o en su memorable Tulipa (la mujer de las mil revoluciones por minuto), obra que se resiste a salir de los escenarios por su calidad, el dramaturgo-narrador no desmiente su obra anterior, porque en El adolescente pálido (Ediciones Parnass, 2009) su última novela, ejercita al autor dramático debajo de su piel, aquel celebrado cronista de la vida provinciana que hurga dentro de unos personajes sorprendentes para contar la saga de varias familias cubanas entrelazadas por múltiples peripecias desde los primeros días del sesenta en La Habana-Caimital hasta hoy. El guajirito camagüeyano que se sabe distinto parte de un remoto pueblo “asfixiado de ciénagas” y llega al South Beach de Miami. Reguera ha conseguido hacer creíble el trayecto. ¿Cómo? Es difícil determinarlo, si me quedé como tantos, en las obras que leí o vi representadas en los sesenta.
Su bellísima portada – un dibujo de Servando Cabrera Moreno- nos introduce en el encuentro de Ñico con el médico Luis Borrell y el “proceso” por el cual ambos se desgajan del país, el primero, expulsado de la Escuela de Medicina por su relación con el médico, y el otro, a Ocean Drive, como era de esperar, muy a pesar suyo con su familia exiliada. A través de ellos llegamos a los Artime – Paco y Mariana– protectores habaneros del joven dispuesto a pactar para no regresar al pueblucho. Todos viven a su manera un ciclón arrollador y una vorágine que los sobrepasa: de la combatiente revolucionaria que acepta, protege y ama al “pálido” y tiene un hijo suyo, el ex-interrogador que lo apaña por solidaridad e inclinación sexual, a los padres exiliados de los Artime que reciben a Ñico como a un hijo. Es una falsa pista pensar que dispuesto a pagar cualquier precio, Ñico es un cínico a secas. No quiere regresar al espacio físico pero busca su espacio emocional. Como los restantes, nadie ha salido ileso, ni Borrell, ni siquiera el comandante negro que decide el destino de los demás en la habitación de un hospital. El oportunismo vivido, sentido y sufrido, la discriminación racial, la intolerancia y la sospecha, corta en dos mitades las vidas de estos personajes. Pero Reguera los salva, llegamos a comprenderlos, entendemos sus razones y sufrimos cuando se debaten entre sus sentimientos y sus elecciones, lo sentido y lo impuesto. Con candor y naturalidad, el narrador, en tono de “culebrón postmoderno” (del autor en su dedicatoria), cuenta una gran historia, con más amor, aceptación y lealtad que desamor como en los boleros.
No comments :
Post a Comment